Un idioma no se domina nunca y es tarea de por vida.
El lenguaje es el gran invento de la humanidad que a través de millones de años nos ha traído hasta aquí. Sin él posiblemente estaríamos aún buscando raíces por las selvas. Gracias al lenguaje, el cerebro puede comunicarse con otro cerebro, y por eso inventó darle significado al sonido. Un idioma no es más que sonido con significado. Y con esos sonidos y sus significados es como aprendemos, convencemos, enamoramos, vendemos, consolamos… y por eso debemos dominar bien esos sonidos con sus significantes, para poder expresar nuestro pensamiento de manera clara y concisa, y agradable si es posible.
A más conocimiento, más vocabulario. A más vocabulario, más posibilidades de expresarnos bien. Por mucha tecnología que inventemos, el idioma, el lenguaje, será siempre de capital importancia. El que domine su idioma bien tendrá siempre una ventaja sobre los demás. Es la herramienta principal en cualquier ámbito de la vida.
Hablar con corrección
Al hablar, tanto en público como en privado, es preciso frenarse para expresarse pausadamente. Al hablar a trompicones cometemos errores de todo tipo: repeticiones, sintaxis atropellada, mala pronunciación, frases mal hilvanadas, y mucho más. Debemos recordar que el idioma está para comunicar… y para comunicar debemos tener las ideas claras.
Un buen truco es sorprender, hacer una presentación que siempre sea novedosa. El orador es siempre actor, y el actor debe declamar, sorprender, interesar, coger al público por la solapa y atraerlo, tener al público pendiente, dejando la voz monótona en casa, subiendo la voz, moviéndose sin exagerar…
Escribir con corrección
Escribir es más peliagudo si cabe. Dicen que las palabras se las lleva el viento, pero las escritas se pueden leer y releer. Todo error sintáctico, semántico y gramatical queda blanco sobre negro, evidencia de la ineptitud y falta de cultura del autor. La precisión, la palabra justa, la idea bien expresada, darán a nuestros escritos esa claridad que el lector necesita para no tener que leer nuestro escrito varias veces. Cuando un editor me pregunta que cuántas palabras tiene mi manuscrito, siempre contesto lo mismo: las justas. Ni una más, ni una menos.
Antes de enviar un escrito es imprescindible dejar que descanse un rato – unos minutos, una hora. Después hay que repasarlo para detectar errores gramaticales, sintaxis dudosa, repeticiones, para hacer recortes y emplear las palabras justas. Ahora, si el escrito es, por ejemplo, una carta de amor, todo cambia y aquí vale todo: repeticiones, símiles tontos, metáforas absurdas. Nunca nos fiaremos de nuestra sapiencia y experiencia en la redacción. Un poco de humildad viene siempre bien.